miércoles, 25 de noviembre de 2009

Desidia de mí

Mis pies echaron ramas en el barro de mi cuarto;
me reclino entonces sobre arenas de tiempo imperceptible
que chorrean desbordadas por mis dedos alargados.

Nadie dijo nunca que saliera al patio a ver el otoño,
por eso no comprendo a las hojas que corren tan deprisa.
Al verlas, me pican los ojos como hierbas congeladas,
como diamantes en escaparates repletos de gusanos.

Quiero que acaben de andarme las moscas por el cuerpo,
que caigan de una vez mis canas silbando y enmohecidas.
¿Cuándo exfoliaré las espinas que me unen a este
trono de huesos apolillados?

Quisiera poder arrancarme de mi sombra,
sacudirme frente a los altos ventanales,
estallar las desventuras y la pérfida nostalgia
de ver los cerros hasta las cumbres
y el lugar donde va a parar la gente bulliciosa.
Así podré sentarme nuevamente,
retornando a mi trono y a los bichos
que me crecen del descanso.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Uno de estos días…

En las tinieblas de este cuarto oscuro,
el crepúsculo es un hábito
que viste de un sexto sentido a las palabras.

A estas horas la noche rumia descaradamente,
y en su boca los ruidos se maceran en una calma infinita.

Desde una cuerda amarrada a un palo,
la carne cuelga como si fuese cera,
porque su blanco quiso ser el color de la vainilla,
y la vainilla las sustancias de la muerte.

Nada evita el último estertor,
ni la noche fría, ni esta casa inmensa.
El dolor se esparce por el suelo
como un terror de moribundos;
cava una tumba con sus manos de esquirla
y se entierra firme junto a las raíces del sauce.

viernes, 20 de noviembre de 2009

De la noche a la mañana.

El miedo se instala en la espina de la noche.
Es un germen disuelto en fragmentos quirúrgicos,
esparcido lentamente sobre arterias
abiertas como bocacalles.

Más tarde la mañana será un ave migratoria
que extiende sus alas,
el aire vibra en pequeñas ondas y espasmos arteriales.
Pero aquí las sombras se quedan para siempre,
ensartando sus espinas sobre el mismo miedo
de esta noche que se fuga estrepitosa.

Un atisbo del diablo se pasea entonces entre las pálidas estrellas.
Se oyen llantos pedigüeños, destellantes agonías de campanas.

Luego vine el pan podrido hasta nuestras puertas;
olemos su sangre, gozamos su sustancia maldita.
La muerte clava sus dientes sobre sus cáscaras
y tú te quedas congelado, dando a luz un entrecejo.

Los piadosos no escapan del silbido de las nubes,
no esquivan las serpientes arrojadas desde el cielo,
y el sol ya está aquí,
plantado sobre un número impreciso de caras sin facciones.

Pero nada de esto es lo que parece,
porque tus pupilas sólo flotan sobre charcos,
y mientras comas de la obtusa mandrágora,
no habrá más que espinas decorando otra vez el miedo,
que ha reinado sobre el resto de las noches.

¡Feliz Día de la Muerte!

Es tu primer día bajo tierra.
Sonríe, entonces, a los lirios que braman
más allá de tus ojos estropeados.
Feliz disfruta a los insípidos gusanos,
a las viles raíces que besan
la yema de tus dedos incautos.

Piensa tranquilamente en tus zapatos miserables,
en tu corbata mal puesta y tu camisa gastada;
en tus párpados a medio cerrar,
en el aire pestilente que germinas.
Recuerda tu cuerpo marcado en la cama,
y el aliento asfixiante del perro
que lamió tu cuello para despertarte.

Dejaste tu boca abierta de par en par,
como la puerta de tu alcoba.
Esperaste a alguien que no tardó en ausentarse.
Te fuiste yendo, como la arena perdida en el desierto,
y ningún ancla podía frenarte, ninguna.

La muerte se sintió en su casa;
creyó ser justa al mirar los cuervos que te mordisqueaban…
y fue tan dulce como una flor de loto.

Te habló al oído como un reloj
que se queda sin cuerda.
De ti brotaron los mares,
un silencio previo al ritual.
Entonces ¡Feliz Día de la Muerte!
cuando tus huesos vuelen por los cielos como serpentinas
y las tumbas se balanceen en lo alto como piñatas.

martes, 3 de noviembre de 2009

Despertares

Estás aquí obligado, en una vida salpicada de indecencias, de baratijas, como tus muertos clavados en los muros, pretenciosos, escupiéndote desde el cielo raso. ¿Y si un letargo insólito fuese escarcha que acaricia tus rodillas, dejándolas inmóviles, como un buque encallado?

Entonces no habría por qué salir si los días encandilan más de la cuenta. Mejor te quedas en tu casa, bajo la cama, con tus ojos que se inmolan, con tus ojos que sólo ven partículas de un polvo infinitesimal.

Y aquello no es más que tu larga vida desintegrada. No es más que tus tripas errabundas que en cada desaire encuentran comida de sobra. Un banquete en honoris causa que al final vomitas a lo largo de las estaciones. Entonces todo te huele a algo más, a algo que no conoces, pero enfermizo, como el sol que alarga tus sombras.

Estás ahí tirado, grandísimo viviente, pero no te levantes, ni siquiera lo intentes, o serás la copia exacta de tu tumba.

Un días más, ciento treinta semanas, para qué… ¿Qué pretendes mirando de ese modo? ¿Bailar y bailar en tu rito africano? ¿Rumiar tus babas como la más estúpida de las vacas? ¿Reír como un mono, gritar como la urraca, arrancarte el pelo a tirones, sacarte los ojos y atragantarte con tu propia legua?

En realidad sólo vas a pudrirte, pudrirte hasta la médula, aún creyendo, nausea ignorante, que te queda el tiempo por delante. No olvides que eres la carne que comes en tus festejos, aquella misma crudeza. Porque esto se trata de carne, de carne y de nada más, y nunca, entiéndelo bien, nunca tuviste un brillo inusual en los ojos.

Mejor vuelve a los subsuelos y cultiva tus espinas. Mantén la vista firme en el vacío; no te tientes, no vaciles, no hay por qué subir el monte. Tras la niebla, a tus espaldas, la noche está tapizada de más niebla y tus huesos ya están listos. Me miras como el cíclope, te encojes, te vas chupando como una bota tirada al sol. Eres el hedor, la levedad, la inocente mierda extraviada en cerros y cerros de olvido.