martes, 17 de julio de 2007

Monotonías

Sucede que mi rostro pareciera no decir nada, porque todo cuanto puede verse no es sino un fósil atrofiado por las horas insistentes. Por eso voy siempre hacia abajo, como la lluvia de gotas afiladas. Mis ojos proyectan sombras y barrancos, mientras que mis manos… mis manos están abiertas a la peste que hierve bajo tierra. Hago grandes hoyos en el barro y encuentro charcos en donde reflejar mi boca; el agua muestra unos dientes inconformes, quebrados de tanto arrancarme las uñas. De vez en cuando me río como un niño tonto, sin darme cuenta; así paso largos ratos, sin cruzar la vista del estero. Entonces voy a echarme junto a las hienas para que riamos todos juntos; pero pronto me aburro, porque ríen de cosas que pasan frente a ellas, de objetos, de colores, y yo me río del vacío, de lo incoloro. Llevo tantos, tantos años en lo mismo…

Despedida por cortesía

Despedida por cortesía

El mundo impregnado de un frío bestial,

de un sinsabor de bocas felices.

El mundo es la mentira sin lugares,

y me largo extraviado tras el rastro de las hormigas.

Me voy donde crezcan flores negras como el olvido,

al lugar del borracho a la deriva,

más allá del rigor mortis

que me estruja el cuerpo fastidiado.

Me voy y observo feliz el trabajo de la muerte,

escuchando al sol y su canción de viejo nostálgico.

Me voy con mis pezuñas de oveja maldita,

Con la cadencia de quien no va a ninguna parte.

Me voy adormecido hasta el gran día

En que caiga la clepsidra,

atrofiada por el germen

que brota de esta desgracia.

La lluvia que esperaba

De la última lluvia vinieron las grietas
que me hicieron caer irreversiblemente,
las grietas que se llevaron el tiempo
con que busqué congojas monstruosas.

Pero de nada sirve haberlas encontrado,
porque aquí no hay nada de qué acongojarse,
porque este zoológico está perfecto, sin su razón de ser,
porque sé que apretando los ojos
veré la misma vieja fotografía,
retocada y retocada quién sabe desde cuándo.

Ahora soy feliz en este mosquerío
y no tengo miedo de apretar los puños,
ni arrancarme las vísceras,
o sacarme a gajos las fibras y la sangre.

No hay por qué temer a extirparse los huesos
cuando quedan las manos hediondas a escombro,
ni por qué resistir la presión de esta fiebre,
que hace a mi cráneo volverse millones de astillas,
en cada segundo que transcurre en esta tierra olor a cadáver.